Publicamos columna de domingo de monseñor Jorge Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo:
Hay personas que son tan necesarias como molestas, y viceversa. San Juan Bautista es una de esas. Nos acerca un mensaje muy importante, trascendente para nuestra salvación, pero nos desacomoda y moviliza. El Adviento no es solo un período de anticipación, sino un llamado urgente a transformar nuestra vida, a abrir el corazón y dejar que Dios obre en nosotros. Bajo esta luz, el evangelio de Mateo nos presenta la figura impactante del Bautista, cuya voz resuena en el desierto para sacudirnos y recordarnos que la conversión es el primer paso para encontrarnos verdaderamente con el Señor.
El Evangelio nos sitúa en el río Jordán, donde proclama: “¡Conviértanse, porque el Reino de los cielos está cerca!” (Mateo 3,2). Él no habla desde un lugar de prestigio ni busca reconocimiento; su voz se eleva en la austeridad del desierto, donde lo esencial queda desnudo. Su mensaje tiene fuerza porque brota de la sinceridad y del compromiso personal. Juan no ofrece palabras suaves ni promesas vacías; exige un cambio profundo y concreto. Nos advierte que la conversión no es cuestión de palabras o de rituales externos, sino de una transformación que se manifiesta en obras justas, honestas y solidarias.
Muchas veces, hablamos de conversión como si fuese un concepto lejano, casi abstracto. Pero Juan Bautista nos confronta: la conversión verdadera se verifica en nuestras acciones. No basta con sentir remordimiento o tener buenas intenciones; es necesario tomar decisiones reales que modifiquen nuestra conducta y tengan impacto en quienes nos rodean. El evangelio es claro: “Manifiesten su conversión con obras” (Mateo 3, 8). Es decir, si nuestra fe no se traduce en gestos concretos de amor, justicia y humildad, permanece incompleta. La conversión implica revisar nuestra forma de relacionarnos, de trabajar, de servir y de vivir la fe en lo cotidiano.
Este Adviento, el llamado es a alejarse de las excusas y las ideas vagas, para encarnar la fe en obras visibles: tendiendo una mano al necesitado, pidiendo perdón de corazón, renunciando a hábitos que nos alejan de Dios y de los demás, y animándonos a construir relaciones sinceras.
La vida de Juan Bautista es una lección viva. Optó por la austeridad, rechazando el lujo y las comodidades, para centrarse en lo esencial. Su testimonio es incómodo porque invita a desprendernos de lo superficial y a abrazar la autenticidad. Juan fue valiente: denunció injusticias y enfrentó a los poderosos sin temor, sin buscar la aprobación de la multitud ni el aplauso fácil. En un mundo donde muchas veces el “qué dirán” determina nuestras acciones, Juan nos muestra que la verdad y la coherencia valen más que la aceptación social. No buscaba la aprobación de los likes en su muro.
Pero también fue humilde. Juan reconoce: “Yo no soy el Mesías”. Su tarea es preparar el camino, no ocupar el centro. Nos enseña que la verdadera grandeza está en el servicio y en señalar hacia Jesús, sin apropiarse del protagonismo. Esta humildad nos recuerda que la conversión auténtica nos libra del egoísmo y nos abre a la generosidad.
No estamos llamados a grandes hazañas, sino a pequeñas fidelidades diarias. Si cada lectora o lector se anima a dar un paso concreto —por pequeño que sea— en dirección a la justicia, la caridad y la verdad, estaremos preparando efectivamente el corazón para recibir a Jesús. La conversión se construye en lo cotidiano, en la sinceridad de nuestras relaciones, en el valor de decir la verdad, en la humildad de reconocer nuestras debilidades y pedir ayuda.
Mañana, coincidiendo con el día de la Virgen, en muchas de nuestras familias comenzamos a armar el Pesebre. También en lugares públicos, vidrieras de los comercios. Recemos con cada personaje que forma parte de esta imagen maravillosa.