COLUMNA

27 de Febrero de 2022

Los dos Martí­n Fierro

Publicamos la columna del profesor José Luis Pereyra, escritor de Gualeguaychú ganador del premio Fray Mocho

Redes Sociales

 

Hace casi veinte años atrás, antes de tomar mis horas cátedra en el Instituto Agrotécnico, el querido Pepe Canto me recomendó: “Nada de política, Pereyra. Nada.” El buenazo de Pepe me estaba pidiendo algo así como que le cocinara una tortilla de huevos… sin romperlos. ¿Cómo podía explicarle a mi futuro empleador que todo lo importante en literatura argentina, estaba teñido con algún tinte político? ¿Acaso El matadero, de Esteban Echeverría, Amalia, de José Mármol, y el Facundo, de Domingo Faustino Sarmiento, tres obras fundacionales, no son al mismo tiempo tres furibundos ataques contra Juan Manuel de Rosas? ¿Era posible que en un país como el nuestro, cargado de violentas dicotomías, los unitarios no hayan escrito nada contra los federales, los peronistas no arrojaran dardos contra el gorilaje o la oligarquía criolla no haya despotricado contra los regímenes populistas? ¿Qué sería de la literatura nacional sin las Cartas Quillotanas, escritas entre Sarmiento y Alberdi, o las comiquísimas diatribas de don Arturo Jauretche (en El medio pelo argentino) contra la casi olvidada Beatriz Guido? ¿Qué sería de Borges sin su antiperonismo o Rodolfo Walsh sin su heroico compromiso que lo llevó a escribir esa lúcida y mortal Carta abierta a la Junta de Videla? Yo les contesto: la literatura argentina sería una entidad de vergonzosa chatura y un terrible aburrimiento. Eso debí contestarle entonces a Pepe Canto, pero decidí callar y asentir con absoluto descaro. Comprendan: necesitaba el empleo y, además, sabía que existen muchas formas de cocinar tortillas.

Si yo le hubiera hecho caso a Pepe Canto, nunca habría podido hablarles a mis alumnos sobre esos temas y tampoco les habría podido comentar nada sobre los dos Martín Fierro. Sí, como leyeron: dos. Para el común de la gente, el Martín Fierro es un solo libro, integrado por dos partes: la ida y la vuelta. Error: son libros distintos, tanto en su espíritu como en su ideología política. ¿No me creen? Paso a  explicar:

El gaucho Martín Fierro fue publicado por primera vez en el año 1872, durante la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento, enemigo acérrimo de los jordanistas, partido en el cual militaba entonces José Hernández. Todo el poema gauchesco es un alegato en contra de sus medidas de gobierno. Recordemos que el Padre del aula tendía a la modernización del país y a la aniquilación de todo aquello que significara barbarie: es decir negros, indios y muy especialmente los gauchos, hombres hacia  quienes Hernández sentía verdadera estima. Como mucha gente coqueta (de la que todavía abunda), Sarmiento pretendía una pujante y moderna República Argentina… pero sin argentinos. La soñaba poblada por gente rubia, de piel blanca y ojos claros como los europeos. Habitada por agricultores que convirtieran en un vergel las salvajes pampas, a las que él llamaba “el desierto” porque, claro está, los europeos no vivían en ellas. Por otro lado, nuestros indios (que le daban asco) y los gauchos (que tenían la sangre barata) eran tan animales, tan bárbaros, que no calificaban para ser propietarios ni pobladores de nada.

En El gaucho Martín Fierro se denuncia la política de exterminio del criollo, el despojo de sus tierras, la persecución injusta, el obligado y gratuito servicio en las fronteras, la condición de paria a quien ni la ley ni la Constitución de 1853 amparaban. El país administrado por Sarmiento era tan insufrible para Fierro y Cruz, que ambos amigos prefirieron marcharse de tanta utopía civilizadora. “Quiero salir de este infierno”, propone uno. El otro acepta y los dos rumbean hacia tierras tehuelches, porque “hasta los indios no alcanza/ la facultá del gobierno” “…allá habrá seguridá/ ya que aquí no la tenemos./ Menos males pasaremos/ y ha de haber grande alegría/ el día que nos descolguemos/ en alguna toldería”. Y así es como los dos gauchos se convierten en renegados sociales. Se autoexilian entre los salvajes, despreciando simbólicamente la civilización impuesta a palos por el maestro sanjuanino. La ida, como se conocerá más tarde al libro de 1872, es disruptivo, marca un quiebre, una ruptura con la autoridad y muestra a los indígenas de manera positiva, al menos cuando se los compara con Sarmiento: “Yo sé que allá los caciques/ amparan a los cristianos/ Y que los tratan de “Hermanos”/ cuando se van por su gusto./ ¿A qué andar pasando sustos?…/ ¡Alcemos el poncho y vamos!”

Ahora veamos qué pasa con el segundo libro, llamado La vuelta de Martín Fierro.  Fue publicado en 1879, es decir, siete años después. Para entonces ni el país ni el autor eran los mismos: José Hernández se había afiliado al partido Autonomista (donde también militaban Leandro N. Alem e Hipólito Yrigoyen) y además se había aliado ideológicamente con el actual presidente de los argentinos, Nicolás Avellaneda, sucesor de Sarmiento a partir  de 1874.

Hernández era, en 1879, parte de un proyecto político, parte de un gobierno y, como tal, convocaba a la unión, al diálogo y al entendimiento. Así como su primer libro fue disruptivo, el segundo fue todo lo contrario: buscó la integración. Las cosas también habían cambiado para Fierro y nuestro personaje descubre varias cosas, por ejemplo advierte que ya no está Sarmiento como autoridad y ahora hay un amigo al frente del gobierno; que el cacique, antes tan hospitalario y amistoso, ahora es un sicópata y desalmado asesino;  que ahora se vive mucho mejor en otro lado, entre los cristianos, lejos de la indiada. Por estas razones, sumadas al hecho de que su amigo Cruz ha muerto y que, por salvarle la vida a una cautiva, él debe matar a un indio principal, Fierro decide regresar con los suyos y reinsertarse socialmente.

Seré breve: si la primera parte fue de denuncia social, la segunda es programática. Es decir, se ajusta al programa político de Nicolás Avellaneda. Ya no son útiles al gobierno los gauchos matreros, rebeldes y huidizos. Ahora hace falta gente pacífica, respetuosa de las leyes, trabajadora. Eso se nota, y mucho, en los consejos que el padre da a sus hijos y a Picardía (el hijo de Cruz). Por ejemplo, en La ida, uno de los argumentos para marchar hacia  las tolderías es este: “Allá no hay que trabajar, / vive uno como un señor,/ de vez en cuando un malón/ y si de él sale con vida,/ lo pasa echao panza arriba/ mirando dar vuelta el sol.” Eso era en 1872. En el nuevo país de 1879, hacen falta obreros, mano de obra, entonces Hernández escribe esta apología del trabajo: “Debe trabajar el hombre/ para ganarse su pan;/ pues la Miseria en su afán/ de perseguir de mil modos/ llama en la puerta de todos/ y entra en la del haragán.” En este país tan grande y generoso, donde los hombres habían vivido durante siglos de la naturaleza y lo que ella les daba, de golpe y porrazo, habían ingresado el capitalismo cuentapropista, los alambrados, los terratenientes con escrituras fraudulentas, es decir: la modernidad. Ahora era preciso ganarse el pan con el sudor de la frente y todo debía ser pagado y adquirido por un precio: “El trabajar es la ley/ porque es preciso alquirir…”

Pero donde Hernández más se ajusta al programa de la generación de 1880 es en  la consideración hacia los tehuelches que ya no son amistosos, sino vampíricos asesinos: “Allá no hay misericordia/ ni esperanza que tener. El indio es de parecer/ que matarse siempre debe,/ pues la sangre que no bebe/ le gusta verla correr.” Siempre se pinta a los nativos en su animalidad y se los asocia con la violencia, la mugre, la miseria, el atraso, su inveterado odio al trabajo (¡Pobrecitos, si toda la vida fueron cazadores y recolectores!) Sin embargo, la estrofa más espantosa jamás escrita por un intelectual argentino es esta donde se le quita al indio toda posibilidad de cambio y de progreso. Lean atentamente: “Es tenaz en su barbarie,/ no espere verlo cambiar,/ el deseo de mejorar/ en su rudeza no cabe./ El indio sólo sabe/ emborracharse y peliar.”  No son versos ingenuos, tienen un propósito egoísta y muy siniestro. Al negarle a un ser humano la posibilidad de cambio y progreso se lo está condenando a muerte. Esos dos elementos (posibilidad de mejorar y modificar su conducta) regían para los sistemas educativos y carcelarios que ya existían en 1879, ¡uno de los hijos de Fierro había estado en la cárcel! Pero ni la cárcel  ni la educación estaban previstos para nuestros indios. Otra amarga utopía civilizadora se cernía sobre sus cabezas.

La generación de 1880, además de reorganizar el Estado, buscó consolidar el modelo agro exportador de granos y carnes,  pero para ello necesitaba ampliar el territorio de cultivo y cría de ganado. Dichas tierras estaban en manos de seres incapaces de evolucionar o de realizar aportes valiosos para la sociedad de la época. Con la inestimable ayuda propagandística de Hernández que, digámoslo, le sirvió para ganar la vicepresidencia de la Cámara de Diputados, la semilla del genocidio de hombres, mujeres y niños estaba sembrada. En 1880, pocos meses después de publicada La vuelta de Martín Fierro, el general Julio Argentino Roca recibía fondos del Congreso e iniciaba su mortífera y expropiadora campaña al desierto, es decir, al lugar donde vivían los nadie.

 “Nada de política, Pereyra. Nada.” Me había pedido Pepe Canto y yo lo comprendí. Él había conocido épocas en que los jóvenes habían sufrido persecución, tortura, muerte y desaparición por culpa de la maldita política. Él se creía en el deber de proteger de tal amenaza a los alumnos del Instituto Agrotécnico. Sin embargo los docentes tenemos derecho a disentir con nuestros directivos. Yo creía, y todavía creo, que la política no es responsable de ningún crimen, los hombres que lo planifican y ejecutan son los verdaderos culpables. Además creo que, dentro del aula,  el miedo no es el único enemigo a vencer pues, ante toda otra consideración, los maestros tenemos el deber moral de combatir contra la  ignorancia.

 

*José Luis Pereyra. Docente y escritor, ganador del premio Fray Mocho.

 
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