

En este Día tan especial, me acerco a ustedes con el corazón lleno de gratitud y admiración, deseando que estas palabras sean un cálido abrazo que las alcance allí donde cada una vive su vocación maternal. Esta celebración es una oportunidad para reconocer este don de dar a luz y acompañar la vida, y su presencia irremplazable en el entramado familiar y social. Quiero que sepan que su amor y entrega son inspiración constante para todos nosotros. Tal vez por eso decimos que la Iglesia está llamada a ser Madre.
En primer lugar, me dirijo especialmente a aquellas madres que, por circunstancias difíciles, han debido llevar adelante el hogar en soledad tras haber sido abandonadas. Ustedes son faros de esperanza, mujeres valientes que enfrentan desafíos cotidianos con coraje y dignidad. En ese silencioso sacrificio, en el esfuerzo de cada día y en la ternura con que sostienen a sus hijos, reflejan una fuerza que merece ser reconocida, alentada y acompañada. Sepan que la Iglesia las abraza y ora por ustedes, y que en el corazón de Dios su entrega tiene un lugar singular.
No puedo dejar de pensar en aquellas mujeres que sufren cuando sus hijos atraviesan problemas de adicción. El dolor que llevan en el alma, las lágrimas vertidas en la soledad de la noche, el temor y la esperanza que conviven en su corazón, son parte de su cruz. A ustedes, les ofrezco mi consuelo, mi oración y mi cercanía. No están solas: el Señor conoce el amor con que luchan y esperan. Rezo para que puedan encontrar en nuestras comunidades apoyo y comprensión.
La maternidad se expresa, ante todo, en miles de gestos sencillos y amorosos. A cada madre que, en el trajín diario, acaricia una mejilla, besa una frente, consuela un llanto, prepara una comida, y es paciente en la crianza, quiero decirle: su ternura transforma el mundo. La grandeza de ser madre no está en los grandes logros, sino en esa entrega silenciosa y constante que nutre, sostiene y educa. Gracias por enseñarnos el lenguaje de la ternura y por ser testigos de la misericordia divina en lo cotidiano. Tanto es así que la Biblia en varios pasajes utiliza a la madre para revelarnos algo del misterio del amor de Dios, invitándonos a confiar en Él “como un niño en brazos de su madre” (Salmo 130, 2).
Pienso también en todas las que, con alegría y cierta nostalgia, observan el crecimiento de sus hijos y enfrentan el momento en que ellos abrazan la independencia. El corazón materno vive esta transición entre el gozo de verlos volar y el dolor de la distancia física. Sepan que su misión continúa: el amor que sembraron permanece, y sus hijos llevan consigo la huella imborrable de su cuidado. Les agradezco por acompañar el proceso de maduración y por saber soltar, confiando en la vida y en Dios.
En este tiempo crece la necesidad de expresar nuestra gratitud por la paciencia, la ternura y el sacrificio incansable. Sin ustedes, el mundo sería más frío y oscuro. Su capacidad de perdonar, de renovar la esperanza, y de cuidar aun cuando nadie lo ve, es testimonio de la presencia de Dios entre nosotros. Gracias por custodiar de modo tierno a los más frágiles. Gracias por su entrega, por cada noche de desvelo, por cada caricia y cada palabra de ánimo. Traigo a mi oración también a las madres del corazón que se abren a la adopción, a las mamás de mamás, y tantas otras situaciones.
Quiero hacer una mención especial a las llamadas “madres de la patria”, esas mujeres generosas que acogen a otros niños en comedores, espacios de apoyo escolar y lugares de contención. Su maternidad se expande más allá de los vínculos de sangre, y encarna la solidaridad que edifica una sociedad más justa y fraterna. Gracias por enseñarnos que el corazón materno no conoce fronteras.
Queridas madres, en este día las invito a renovar la esperanza. Que la alegría de sentir el amor de sus hijos, el reconocimiento de su comunidad y la bendición de Dios les den fortaleza y consuelo. Que María, madre de todos, las acompañe y proteja siempre. Las pongo bajo su manto y las bendigo con cariño y gratitud.