Para acompañar la adolescencia es clave entender que detrás del enojo y la distancia también hay miedo, fragilidad y necesidad de contención.
Desde hace muchos años cada generación de padres y madres se alarma ante la llegada de sus hijos a la adolescencia. Y cree que esta vez es peor que antes: que es más difícil, con mayores riesgos, con menos respeto por los mayores, etc. La realidad es que la adolescencia fue, es y será una etapa de la vida en la que chicos y chicas se sumergen en la aventura de separarse de los adultos y encontrar sus recursos personales para pararse en sus propios pies, y no siempre los caminos que usan hasta lograrlo son suaves o armoniosos.
El proceso lleva su tiempo, con cambios a menudo inesperados y rápidos, y no nos resulta sencillo cuando nuestro primer hijo entra en esa etapa, o quizás sea con el segundo si el primero no mostró las señales que solemos notar al comienzo de esa etapa: las malas contestaciones (“calláte”, “no sabés nada”, “no te metas”, “hago lo que quiero”), las caras y gestos irrespetuosos, los portazos, el rechazo (“correte”, “no me toques”, “salí”, “no tenés ni idea”) y la dificultad para acatar las pautas de la casa que hasta la semana anterior no discutían. Se encierran en su cuarto, se apartan tanto de los padres como de los hermanos menores, piden mucho y colaboran poco.
La situación se complica especialmente en aquellos adolescentes que no fueron descubriendo que son integrantes de una comunidad humana y no “majestades” llenos de derechos y sin obligaciones de ningún tipo, como ocurre en algunas familias que entienden que respetar a los hijos equivale a dejarse tiranizar por ellos.
De todos modos no todos los adolescentes tienen cambios tan intensos ni se la toman contra el mundo adulto en esa etapa.
A veces esa crisis –que implica tanto peligro como oportunidad– se vuelca contra ellos mismos y se deprimen –incluso gravemente en algunos casos–, se echan en la cama, lloran o se asustan, se aíslan, no pueden estudiar y no logran entender lo que les pasa. Para ellos también es desconcertante y no saben cómo abordar la situación ni pedir ayuda.
Es fundamental estar atentos ya que las emociones intensas que suelen surgir en esta etapa, como tristeza, depresión, miedo, frustración, inseguridad, sensación de soledad, enojo, etc., pueden unirse a la omnipotencia y la impulsividad adolescentes y el no haber aprendido en etapas anteriores que sus conductas tienen consecuencias. Esta combinación puede conducirlos a situaciones de enorme riesgo.
Para poder acompañarlos sin tanto enojo, miedo o desilusión tenemos que recordar la “doble faz” que aparece en los chicos en esta etapa. Hay fragilidad por debajo de la aparente fortaleza que muestran. Por un lado la omnipotencia (“ya sé”, “no tenés ni idea”, “qué pesada”, “yo puedo”) y por el otro el miedo a lo nuevo y a crecer y el dolor de hacerlo.
No apurar estímulos
Crecer y separarse duele, asusta y les cuesta reconocerlo por lo que les es más fácil convencerse de que no son respetables aquellos padres –idealizados hasta ayer– de quienes deben separarse para saber quiénes son y descubrir lo que quieren para su vida presente y futura.
Es fundamental que protejamos el tiempo de la niñez para que la adolescencia llegue a su verdadero tiempo y no antes. Uno de los inconvenientes que vemos hoy es que, por una crianza respetuosa mal entendida y por los inevitables estímulos externos con los que son bombardeados, hoy la adolescencia llega a edades menores, cuando todavía tienen pocos recursos y fortaleza interna.
Algunos padres incluso apuran los estímulos y adelantan temas y procesos sin reconocer que el crecimiento y la individuación deberían darse haciendo fuerza contra los padres y otros adultos, del mismo modo que la mariposa tiene que hacer fuerza con sus alas contra el capullo para lograr romperlo y poder desplegar sus alas.
Los cambios abruptos, las respuestas hostiles y el encierro muchas veces son señales de un duelo silencioso por la infancia que queda atrásLipik Stock Media - Shutterstock
Aunque nos cueste creerlo, a menudo en los comienzos de esta etapa nuestros “no” y “todavía no”, o “por ahora no” los tranquilizan a pesar de que prefieran mostrarnos su enojo y desilusión. Es muy importante que nuestro respeto por sus personas en crecimiento no se convierta en abandono, en dejar hacer creyendo que saben. Parecen grandes pero nos siguen necesitando, no solo cercanos sino buenos delimitadores.
Hablemos con otros padres, con las autoridades de colegios y clubes, armemos equipo para tratar de entender y resolver los temas de la mejor manera. Informémonos y estemos atentos para tratar de descubrir lo que realmente les hace bien a nuestros hijos en esta etapa, en lugar de dejarnos llevar, tanto nosotros como ellos, por los innumerables estímulos con que nos bombardea la sociedad buscando convertir sus deseos en necesidades imperiosas. Somos más grandes tenemos más experiencia, y ayuda recordar que sobrevivimos a nuestra propia adolescencia.
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