Aunque los robots mayestáticos y los monstruos de cuatro pisos de altura que caen en plancha sobre toscas maquetas de ciudades-dormitorio desiertas parecen patrimonio japonés, que para eso es la tierra de Godzilla y de Mazinger Z, hay algo en esa fantasía que fascina y cosquillea la imaginación de cualquier persona, en cualquier punto del globo.
Al fin y al cabo, fue Japón quien convirtió el trauma post-nuclear de Hiroshima y Nagasaki en un coloso superheroico dispuesto a defender al país de cualquier ataque externo (para entender las obvias connotaciones políticas de esa metáfora recomendamos acudir a la reciente y soberbia 'Shin Godzilla'). Y también es obvio que Mazinger ha permanecido como icono absoluto del megamecha en el subconsciente pop mundial (pese a contar con un precedente japonés, el entrañable Gigantor -no tripulado, ojo- y aunque, yendo más allá, el tropo hunde sus raíces en alguna deidad hindú).
Y aún así, en occidente tenemos nuestros propios gigantes: antes que cualquier saurio descomunal, King Kong fue la reformulación via Hollywood del inmortal mito de la Bella y la Bestia. Y la ciencia-ficción norteamericana de los años cincuenta soñaba de forma simultánea a Godzilla con radiaciones del espacio que nos convertían a nosotros y a nuestros insectos en monstruos descomunales.
Es decir, que en todo el globo hay cierta fascinación, casi diríamos que infantil, con los seres gigantescos y su relación con los humanos, que pese a nuestro tamaño, podemos controlarlos, maniobrarlos y hacer que se choquen entre sí.
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